Era noviembre de 2006, el año en el que nuestra vida dio un giro totalmente inesperado que hizo que la promesa de Romanos 8:28 fuera una realidad tangible para nosotros. Me encontraba en cama por tercera vez en los últimos cuatro meses, con orden médica de reposo absoluto, porque estando apenas en el cuarto mes de embarazo ya se lo consideraba uno de alto riesgo por las múltiples amenazas de aborto que había tenido. El médico exigió cuidados extremos y la toma de una decisión: —Su trabajo o su bebé —dijo, sin titubear. Obligada a renunciar a mi vida que carecía de un botón de pausa, a mi trabajo de 10 horas diarias como maestra de español e inglés en un distinguido instituto de idiomas de mi ciudad y también al ministerio en el que colaboraba como voluntaria, me vi sentada en mi cama, un tanto confundida. Por mi mente pasaban todos los momentos en los que, junto a mi esposo, habíamos trabajado de manera tan intensa, sin descanso, en la obra de Dios. Soñábamos con tener un ministerio de alabanza exitoso, con ser líderes respetados y conocidos por nuestro talento, que otros ministerios nos invitaran a compartir, enseñar y dar conciertos de alabanza. En una escala del uno al diez, casi estábamos en el número seis en el camino a esos sueños. ¡Supongo que ya podíamos considerarnos exitosos! Como parte del paquete de ese «éxito ministerial» pensamos que vendría una linda casa, un buen auto, viajes alrededor del mundo, salud, buenas amistades y bastante dinero para proveer una educación de calidad para nuestros hijos. Deseábamos ser «alguien» en la vida y que fuéramos admirados por ello. Suena a una vida ideal, ¿no es así? Nuestro hijo mayor, Nicolás, que entonces tenía tres años, descansaba a mi lado. Estaba acostado con su mano sobre mi vientre ligeramente abultado, repitiendo de memoria todo el diálogo de la película Cars. Yo no podía dejar de admirarme de su capacidad de retención. ¡Se lo aprendió todo! Mi esposo, Franco, estaba en uno de sus viajes que eran parte de su trabajo como presidente de una misión cristiana en la que participó como cofundador. Él amaba su trabajo, aunque le incomodaban las circunstancias de aquel momento en la misión. Pero ya que yo me encontraba en una situación delicada y requería mucho cuidado, él se vio forzado a dejar «temporalmente» su ministerio para poder cuidar de mí y de nuestra familia. Así que este sería uno de sus últimos viajes. De pronto, como si mis ojos hubieran salido de mí para voltearse a mirarme, me vi ahí, en una condición que se consideraba «normal» porque seguía los patrones de vida que se supone debemos seguir: nacer, crecer, reproducirse. Pero también me vi en un estado de pasividad que me asustó… y no me gustó lo que vi. Me sobresalté. Algo andaba mal. No era la vida para la que yo creía que había sido diseñada.
Siempre… toda mi vida… aun en mis días más oscuros (¡y créame que los tuve!), supe que Dios no me trajo al mundo para una vida común, simple, rutinaria, en cierto modo pasiva. No. Siempre tuve la certeza de que Dios tenía planes diferentes para mí y que Él me usaría para Su gloria. Yo nací para una vida distinta, fuera de lo que muchos consideran normal. Nací para «salirme del molde»; para marcar una diferencia, para tomar una trayectoria en contra de la corriente y la cultura actual, para romper tradiciones, cadenas y el yugo que hace que esas dos yuntas giren siempre en círculos, en el mismo lugar, sin quejarse, sin siquiera intentar ser libres. Cuando yo era niña, iba a la hacienda de mis abuelos maternos durante las vacaciones. Entonces se realizaba la cosecha de caña; luego se llevaba todo lo cosechado a la molienda para proceder a hacer los bloques de panela. Para sacar el jugo de la planta usaban un motor de dos engranajes bastante grandes. Entre ellos se metía el tallo para ser presionado con tal fuerza que todo el jugo se extraía y fluía por un canal hacia las grandes pailas donde lo iban a cocinar, mientras que por el otro lado del motor salían los restos de la caña, planos y sin jugo. Ese motor giraba por la fuerza de dos fuertes bueyes unidos por un yugo atado a sus cabezas. El yugo estaba sujeto a una armazón unida a un mecanismo que servía para hacer girar los engranajes mientras una persona metía las cañas entre ellos. A mi hermano y a mí nos gustaba mucho correr delante de los bueyes atados mientras les hacíamos muecas y nos reíamos de ellos. —¡No me alcanzan! ¡No me alcanzan! Lero, lero… —repetíamos en un ritmo monótono. ¡Qué sentimiento de poder el que teníamos! Nosotros tan pequeños mofándonos de seres tan fuertes sin que estos pudieran lastimarnos. Pero ese día sobre mi cama, pensé: Dios, ¿en qué momento nos pusieron el yugo? ¿Cuándo decidimos someternos y caminar pacientemente detrás de la corriente, mientras ella se mofa de nosotros? Ser conocidos… ser importantes… ser famosos… ser «alguien» en la vida… ¿en qué instante se volvieron estas cosas la razón de cada paso que damos? ¿Cuándo llegamos a creer que todo se trata de nosotros, que el éxito (definido por el mundo como fama y dinero) era lo más importante de nuestra existencia y que la aprobación y aceptación del mundo superan la aprobación y aceptación de Dios? ¿A quién hemos tratado de agradar? Solo hemos deseado que nuestros logros fueran para nuestra gloria; no para la tuya… ¡Vaya, cuán ciegos estamos! Cuando Franco regresó de su viaje, juntos comenzamos a orar para que Dios nos liberara de ese yugo, que nos diera las fuerzas para salir de una esclavitud con rostro de «lo normal». Le dijimos que, si aún consideraba que podíamos servirle, fuera en algo en lo que pudiéramos ser invisibles. Porque aun cuando uno sirve a Dios con la intención de glorificarlo a Él, podemos caer en la trampa de querer la gloria para nosotros cuando las luces de la plataforma nos enfocan. Ahora estábamos ambos desempleados, sin saber con exactitud qué íbamos a hacer para sostenernos, lo cual nos asustaba un poco. Pero Dios ya sabía de antemano que pasaríamos por esto. Él interrumpió nuestra vida estable y predecible con un embarazo de alto riesgo para así llamar nuestra atención y sacarnos de la vida en la que estábamos; para dirigirnos a un cambio, a un desafío, para hacernos una propuesta de vida distinta y darnos una nueva visión en la que el futuro se veía fuera de lo común. Sus palabras para nosotros fueron estas: Pues yo sé los planes que tengo para ustedes —dice el Señor—. Son planes para lo bueno y no para lo malo, para darles un futuro y una esperanza. En esos días, cuando oren, los escucharé. Si me buscan de todo corazón, podrán encontrarme. Sí, me encontrarán —dice el Señor—. Pondré fin a su cautiverio y restableceré su bienestar. Jeremías 29:11-14 NTV Tuvimos que dejar nuestra rutina, nuestra zona de confort, nuestra área de éxito, nuestro pequeño círculo en el que dábamos vueltas impulsados por un yugo, el yugo de la corriente de este mundo, para comenzar una vida totalmente diferente, en la que nuestro único impulso y motivación fuera el anhelo por honrar a Dios. Y así fue como Papá pulsó el botón de reinicio en nuestra vida para hacernos pioneros de un sueño diferente: Su sueño para nosotros. La próxima semana continuaremos compartiendo con usted cómo Dios nos mostró Su sueño, nos dio Su visión y nos encaminó en una trayectoria nueva y desconocida. Mientras tanto, le animamos a seguir confiando en Él. Recuerde lo que dice Romanos 8:28 (NTV): Y sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos. Una situación puede parecer confusa en el momento y quizás no entendemos qué es lo que está pasando. Pero al final, cuando vemos que todo fue para bien, el gozo del cumplimiento de Su promesa en nosotros hace que le demos la gloria con todo el corazón. ¡Siga adelante; Él es siempre fiel!
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Franco y ElenaTraductores y editores de literatura cristiana. Autodidactas. Padres de un adolescente y dos niñas. El pasatiempo favorito de Franco es cocinar; el de Elena es leer. El mayor anhelo de sus vidas es el de agradar y honrar a Dios en todo lo que hacen. Su visión: gozar en la eternidad con Cristo. Archives
September 2023
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